lunes, 8 de septiembre de 2014

LA CREACIÓN DE AUGUSTO

“La soledad es como un nido donde nacen  los más hermosos pájaros, los cuales  volarán por las cumbres de la imaginación y los valles de la libertad. En la soledad, las  lágrimas se convierten en eternos pétalos hechos de cristal. Ella es la amorosa madre que con paciencia cuida y protege el mayor  don humano, la creatividad. Nadie puede negar cuanto se sufre en soledad, pero es preciso llevar con orgullo aquel sufrimiento si se quiere llegar al sumo plano espiritual, el arte”.                                                                                      
  Guiado por este pensamiento, Augusto del Monte, escritor de profesión, decidió dejar Quito, donde vivía con su familia, para ir en busca de esa perfecta y magnífica combinación de palabras y signos que lo harían inmortal. Allá en el pleno centro de Quito, en una casa esquinera, a unas dos cuadras de distancia de la iglesia San Francisco, Augusto abandonó a su familia, pero no sin antes prometerles que en menos de un año volvería a estar junto a ellos. En medio del llanto de su esposa y de sus dos hijos, con fraterna esperanza les dijo: “mi horizonte es el futuro. Es necesario que vaya en busca de mis sueños, de lo contrario ya no tendré razón para vivir. Les juro que antes de que  la tierra al sol le de una vuelta, yo volveré y rendiré el mundo a mis pies, y por supuesto, también a los pies de mi familia”.

  Lorena, su fiel esposa, confiando en el talento y en el indomable empeño de Augusto, le juró que esperaría, pues no estaba dispuesta a cortarle las alas a semejante sueño. Ahogando su amargo llanto, le dijo: “Augusto,  en mí y en tus hijos tienes un jardín de confianza en plena primavera. Confiamos en ti y en que en menos de un año volverás rebosante de virtud” 

  Al día siguiente, Augusto ya había emprendido el rumbo hacía el norte;  había atravesado, por Ipiales, la frontera con Colombia y se dirigía hacia Bogotá. Entre su equipaje solo contaba con dos pares de camisas, dos pares de pantalones y, por supuesto,  un computador portátil. Al llegar al terminal, tomó un taxi directo al centro histórico de la metrópoli, que ya en su juventud había conocido. En el barrio de La Candelaria, consiguió una habitación en una amplia y silenciosa casa, cuya dueña, una mujer de unos cuarenta años, le ofreció el hospedaje y la alimentación con un costo relativamente bajo que él debería pagar mensualmente.

  Eran las cuatro de la tarde, cuando Augusto finalmente  pudo descansar a solas en su nueva habitación; y como venía de hacer un largo viaje de treinta y tres horas, cayó rendido de sueño en su cama. Cuando ya el reloj mostraba las once y media de la noche, Augusto se despertó. Se levantó con una inexplicable ansiedad. Salió al jardín de la casa para fumar un cigarrillo, pero aquella ansiedad, en vez de desaparecer, seguía creciendo; y dado que no podía tranquilizarse fumando, solo había algo con lo que lo podría hacer: escribir. Con el transcurrir  del tiempo se perdió inevitablemente entre sus palabras y el insomnio; pasó ocho horas pensando y tecleando, ayudándose apenas con café y tabaco.

  A las dos de la tarde, Augusto se volvió a levantar. Se arregló un poco y salió a merodear por las calles del centro de Bogotá.  Pasó algún tiempo revisando los libros de la biblioteca, cercana a su residencia. Luego se dirigió a un supermercado y compró una botella de vino. A las seis de la tarde ya estaba entrando nuevamente a su a habitación  y se disponía a tomar  la primera copa de vino. Encendió un viejo radio que habían dejado a su disposición, y escuchó Invierno de Vivaldi. Una vez hubo mezclado el vino y la música, se sentó frente al computador. Éste era un momento apropiado para empezar a escribir, pues escuchaba claramente sus pensamientos. Un poco más tarde el radio dejó de sonar; se había descompuesto y jamás volvería a transmitir nada. Sin embargo, Augusto estaba tan concentrado en su trabajo que ni siquiera cayó en la cuenta de que su habitación había sido invadida por el silencio nocturno.

  De esta manera transcurrieron las horas. Cuando ya el reloj de la pared indicaba un poco más de la media noche, Augusto empezó a escuchar un ligero canto de pájaros. En principio, aquel canto era suave y grato, de modo que no lo molestaba ni desconcentraba en absoluto. Pero un poco después, la intensidad de ese sonido aumentó gradualmente.  Y cuando ya sonaba bastante fuerte aquel canto de pájaros, Augusto tuvo que interrumpir su tarea, porque ya no se podía concentrar. Esperó un tiempo, para ver si  al fin se callaba el dichoso pájaro. Sin embargo, su espera fue en vano. Cuando ya eran casi las tres de la madrugada, cansado de escuchar el vendito ruido, Augusto cayó sobre su cama, vencido por el cansancio. Y aún dormido, le pareció que hasta en sus sueños el molesto pájaro lo seguía atormentando con indescriptibles melodías.

  A la mañana siguiente se despertó, cuando con molestos golpes llamaban a la puerta.  Era la dueña de la casa, quien venía a anunciarle que el desayuno ya estaba listo. Augusto, que había dormido con la misma ropa del día anterior, bajó al comedor para recibir el servicio. Cuando ya estaba sentado y dispuesto a probar el desayuno, la hija de la dueña, una hermosa joven, quien apenas tendría unos veintitrés años, se presentó y se sentó junto a él, también para desayunar. Dijo que se llamaba Aurora, que su madre era la dueña de la casa, y que cualquier cosa, le avisara a ella, porque ella también estaba ahí para atenderlo. Augusto le agradeció, y cuando ya estaban terminando su merienda, recordó el molesto ruido que había escuchado sobre  la madrugada.

¿Acaso es una mirla? –inquirió Augusto.

¿A qué te refieres? –volvió a preguntar Aurora, sin saber lo que le querían decir.

  Durante toda la madrugada -se explicó Augusto- mis pensamientos fueron atrozmente perturbados por el inoportuno canto de un ave que no  se calló sino hasta el alba,  de tal modo que se me hizo imposible trabajar. 

- Es extraño, porque en esta casa no tenemos aves. Es más, repudiamos el hecho de tenerlas encerradas.

- ¿Hablas en serio?  Pero toda la noche escuché su canto.

- Eso también es muy extraño, porque nosotras no escuchamos nada, a pesar de que yo me dormí hasta la una de la madrugada, y mi madre lo hizo un poco después.

- ¿Y nadie más, aparte de mí, se está quedando por el momento en esta casa?

- No, solamente estamos mi madre, tú y yo. Nadie más.

  Aquella mañana el cielo estaba completamente despejado y hacía un placentero sol; por lo cual, Augusto, sin darle más rodeos al asunto del pájaro, decidió subir a la terraza de la casa, para disfrutar allí del sol mañanero.  Su mirada se perdió en el infinito azul del cielo, y por un momento logró olvidarse de todo lo que lo rodeaba; alcanzó, por un  momento, una profunda calma. Sin embargo, en medio de su plácida meditación, fue interrumpido por la suave  voz de su joven huésped.

Hermosa mañana, ¿verdad? – dijo Aurora.

  Augusto, aunque amante de la soledad y el silencio, realmente no era, por lo común, una persona a quien le disgustara la compañía de los demás.

Sí, en verdad es hermosa –respondió él.

  No pereces ser un hombre de muchas palabras –dijo Aurora-. Apuesto a que aún no conoces a nadie en esta ciudad. Y apuesto a que desde que llegaste, no has hablado con nadie a parte de mi madre y yo.      

-Pues eso no es difícil de adivinar.

-Me contaron que eres escritor, ¿también es cierto?

-¿Te lo contó tu madre?

-Sí.  ¿Es cierto?

-Sí, es cierto.

-Entonces creo que eres el inquilino más interesante que hemos tenido en esta casa.

  Gran parte  de la mañana la pasaron  gratamente conversando. Aurora se mostró tan cordial como siempre, y augusto intentó mostrarse un poco más conversador de lo normal. Le contó a Aurora a cerca de la tranquilidad de Quito y le aseguró que algún día la llevaría a conocer Ecuador. 

  Después, Augusto se volvió a encerrar en su oscuro cuarto, de donde no salió en todo el día, ni siquiera para tomar el almuerzo.  A las mujeres de la casa no se les hizo extraño esto, pues ya se estaban acostumbrando al encaprichado y terco empeño del inquilino. Sin embargo, de vez en cuando golpeaban en la puerta  de la habitación para sugerirle que no pasara tanto tiempo sin probar bocado, pues aquello no iba a terminar sino en un grave deterioro de su salud. Pero todos sus intentos fueron en vano. Solamente, cuando la noche ya estaba muy avanzada, pues serían las once, Augusto aceptó recibir la cena. Al salir de la habitación, estaba muy pálido y se notaba muy cansado. No cenó afuera, sino que tomó su plato y, meditabundo y silencioso, regresó a su sombrío encierro. Dos horas más tarde cayó profundamente dormido. 

  Esa noche, Augusto  tuvo una pesadilla. En este sueño, cada cosa que veía se asemejaba tanto a la realidad, que durante los siguientes días no pudo dejar de pensar en la conmoción que le había generado. Soñó que caminaba con Lorena, su esposa, por las calles de Bogotá.  Era una tarde opaca, casi deprimente. Augusto le enseñaba a su esposa los numerales de las calles; le enseñaba cómo llegar a la biblioteca y cómo al supermercado. Mientras caminaban, de repente vio delante de ellos a un hombre que lentamente doblaba la esquina. Augusto sintió, sin saber por qué, que aquel hombre había atrapado toda su atención. Se decidió a seguirlo y aceleró el paso. Al doblar la esquina, se halló completamente solo, pero no le importó, siguió en la búsqueda. Unos cuantos pasos más adelante dio con el hombre.  Y para su sorpresa, su amarga sorpresa, resultó ser él mismo, o por lo menos un hombre físicamente idéntico a él. Quizá la única diferencia era que el rostro del otro, el del intruso,  presentaba una palidez casi mortal y dos marcadas ojeras. El intruso dio media vuelta y emprendió la lenta marcha. Augusto lo siguió, sin la menor idea de a dónde irían a parar. Entraron en un oscuro recinto. Allí estaban congregadas una gran cantidad de personas, todas vestidas de luto. Finalmente el hombre soñado volvió la vista hacía Augusto y le entregó una sonrisa cargada de ironía. Luego se metió en un ataúd que estaba ubicado en medio de la sala; y una vez recostado  allí, quedó dormido, con la misma sonrisa irónica dibujada en los delgados labios.

  El impacto de esta pesadilla se mantuvo constante en el ánimo de Augusto durante una semana entera. E incapaz de comprender lo que en el fondo significaba aquel sueño, pensó que debía contárselo a alguien, para descifrar así, con la ayuda de otro, lo que implicaba esa espantosa visión onírica. Para esto, evidentemente, la más indicada era Aurora, pues no solo se entendía muy bien con ella, sino que además era la  persona más cercana. Así que se lo contó todo, describiendo cada detalle, cada impresión. Le explicó que lo más extraño e inquietante era que en  el sueño cada cosa estaba en su lugar: el semáforo, la tienda de libros, la ubicación de las calles. De modo que su visión era muy congruente, muy real.

 Aurora era una mujer muy sencilla, y le respondió que efectivamente  a ella le parecía vislumbrar una interpretación detrás de todo esto, pero que solo era eso, una humilde interpretación y nada más. Le dijo a Augusto que ya antes había oído hablar de cómo algunas personas se transformaban por completo a la hora de sentarse a crear historias frente a una máquina de escribir. Le explicó que escribir era como subirse a un escenario a actuar, de modo que era necesario dejar atrás su identidad y convertirse en otro.  Por lo tanto, era muy posible que en su sueño se hubiese manifestado esa pesada sensación de metamorfosis. Este pensamiento de Aurora, esta interpretación, le pareció muy profunda a Augusto, además de acertada.  Por último, la joven le insinuó  que sería una gran idea relatar por escrito aquella visión.  

 Unos cuantos días después, mientras meditaba en su cuarto, Augusto pensó que en realidad no era una mala idea crear una historia a partir de aquel oscuro sueño. Primero imaginó una época; y al sentir que dentro de su mente ya la tenía  casi definida, se dirigió a su escritorio y abrió el primer cuaderno que encontró a su alcance. Todo su ser era presa de un incontrolable impulso de escribir. Las palabras  llegaron fácilmente a su cabeza, y los párrafos empezaron a brotar uno tras otro. Transcurrieron tres  noches, durante la cuales él pasó las horas recreando su narración. Pero a la cuarta, su espíritu sucumbió ante el poder de la imaginación.

  Esta cuarta era una noche más fría de lo normal. La mano del escritor se movía ágilmente sobre el texto. El profundo silencio en aquella casa parecía inquebrantable, y la imaginación había encontrado el momento oportuno para esparcirse con toda libertad. De repente, salieron  varias cucarachas  del cuaderno; y a pesar de que Augusto las veía, no cesaba de escribir, pues su alma era incorregible. Seguía empecinado y quería terminar su historia esa misma noche.  Pero le fue  imposible, porque de las hojas amarillas del gastado cuaderno empezó a nacer un brazo humano, del mismo modo que una pequeña planta germina sobre un poco de tierra fértil. Aparecieron primero los cinco dedos, sin movimiento alguno, y Augusto, terriblemente sorprendido, se paró de su silla y caminó hacía atrás. Luego aparecieron la muñeca y el antebrazo. Entonces los dedos de la mano surgida del texto cobraron vida y movimiento. Augusto emitió un grito de terror que se escuchó por toda la casa  y cayó, incapaz de soportar lo que veía, inconsciente sobre el frío piso.

  Cuando Augusto se volvió a despertar, estaba en un hospital. Junto a su cama, y esto lo recordaría toda su vida, estaba sentada Aurora, esperando con ansiedad  a que él volviera en sí.  Había estado un poco más de veinticuatro horas inconsciente. Aurora, al ver la sorpresa de Augusto al hallarse en una camilla, tuvo que explicarle que cuando ella y su madre habían escuchado un fuerte grito en la habitación, fueron inmediatamente para indagar lo que pasaba. Lo hallaron allí tirado, y como no reaccionaba de ningún modo, tuvieron que traerlo de urgencia al hospital. 

  Augusto pasó tres días internado en el hospital. Los médicos, después de escuchar con lujo de detalles lo que le había sucedido aquella noche, pidieron que lo remitieran al psiquiatra.  Pero Augusto sabía muy bien que aquel problema no tenía nada que ver con el  psiquiatra y que aquellos médicos jamás lo entenderían.

  Cuando volvió nuevamente a la casa, dejó de escribir por un buen tiempo y tomó un merecido reposo. Se alimentó adecuadamente, y Aurora estuvo siempre muy pendiente  de la evolución de su estado de salud, lo cual fortalecería aún más su amistad. Sin embargo, pasados casi dos meses, Augusto recordó que aún no había terminado de escribir la historia, y pensó que era completamente necesario darle un final; sintió que ese era su deber.

  Una vez que decidió retomar su trabajo, un evidente cambio de comportamiento se manifestó en él: volvió a ser el mismo hombre meditabundo y reservado. En las mañanas se quedaba contemplando el firmamento desde la terraza de la casa; en las tardes pasaba el tiempo meditando en alguna de las amplias salas; y por último, aprovechaba la generosidad del silencio nocturno, escribiendo en la soledad de su cuarto.  Mas fue tan resuelto el empeño de terminar la historia, que al cabo  de tan solo tres días, bajo una noche sombría logró darle un terrorífico final. Quizás eran ya  las dos de la madrugada, y Augusto, que había dado su trabajo por terminado, víctima del constante divagar de ideas, había perdido el sueño por completo. Se había sentado en una silla ubicada junto a la ventana, con la mirada perdida en dirección hacía su escritorio, sobre el cual estaba el cuaderno abierto, poseedor de la siniestra historia. 

  De repente, Augusto, horrorizado pero sin perder la calma, vio salir a un hombre de ojos desairados y taciturnos de aquel desgastado cuaderno de hojas amarillas. Primero surgieron unos brazos, luego la cabeza, luego el tronco, y así sucesivamente hasta los pies. Lentamente y con evidente dificultad, el nuevo ser, que gozaba de materia animada, descendió del escritorio y caminó hacia la puerta. Su cabello era negro y tan largo que le llegaba hasta los tobillos; sus cejas estaban desmedidamente pobladas; y su rostro poseía una palidez tan escalofriante, que un muerto difícilmente la podría igualar. Una vez hubo alcanzado la puerta, aquel hombre surgido de las metáforas de un nostálgico escritor, la abrió y salió tranquilamente de la habitación.  

  Dos días después, Augusto había decidió partir de Bogotá y tenía sus maletas listas. No eran aún las nueve de la mañana, cuando él ya tenía todo preparado para iniciar su regreso a Ecuador. Despreocupado, Augusto salió de su habitación, para tomar por última vez el desayuno en aquella casa. Pero cuando llegó al comedor, se llevó una terrible sorpresa al ver al hijo de su desborda imaginación  sentado a la mesa.  Aquel hombre, que había surgido de un cuento, estaba hablando tranquilamente con Aurora; tenía su largo cabello recogido en una extensa cola de caballo. Mientras ellos conversaban, una que otra sonrisa aparecía ora en el rostro de Aurora, ora en el del extraño. Augusto fingió en principio no conocerlo y se sentó como sin nada. Esperó a que Aurora se lo presentara, y luego Augusto le dijo a su propia creación: “veo que has perdido tu palidez sobrenatural, ya no pareces un patético cadáver; y eso me alegra mucho”.   


 Por: Pablo Nausa

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