(Crónica de una tragedia organizada)
A fines de 1969,
tres generales del Pentágono cenaron con cuatro militares chilenos en una casa
de los suburbios de Washington. El anfitrión era el entonces coronel Gerardo
López Angulo, agregado aéreo de la misión militar de Chile en los Estados
Unidos, y los invitados chilenos eran sus colegas de las otras armas. La cena
era en honor del Director de la escuela de Aviación de Chile, general Toro
Mazote, quien había llegado el día anterior para una visita de estudio. Los
siete militares comieron ensalada de frutas y asado de ternera con guisantes,
bebieron los vinos de corazón tibio de la remota patria del sur donde había
pájaros luminosos en las playas mientras Washington naufragaba en la nieve, y
hablaron en inglés de lo único que parecía interesar a los chilenos en aquellos
tiempos: las elecciones presidenciales del próximo septiembre. A los postres,
uno de los generales del Pentágono preguntó qué haría el ejército de Chile si
el candidato de la izquierda Salvador Allende ganaba las elecciones. El general
Toro Mazote contestó: "Nos tomaremos el palacio de la Moneda en media
hora, aunque tengamos que incendiarlo".
Uno de los
invitados era el general Ernesto Baeza actual director de la Seguridad Nacional
de Chile, que fue quien dirigió el asalto al palacio presidencial en el golpe
reciente, y quien dio la orden de incendiarlo. Dos de sus subalternos de
aquellos días se hicieron célebres en la misma jornada: el general Augusto
Pinochet, presidente de la Junta Militar, y el general Javier Palacios, que
participó en la refriega final contra Salvador Allende. También se encontraba
en la mesa el general de brigada aérea Sergio Figueroa Gutiérrez, actual
ministro de obras públicas, y amigo íntimo de otro miembro de la Junta Militar
el general del aire Gustavo Leigh, que dio la orden de bombardear con cohetes
el palacio presidencial. El último invitado era el actual almirante Arturo
Troncoso, ahora gobernador naval de Valparaíso, que hizo la purga sangrienta de
la oficialidad progresista de la marina de guerra, e inició el alzamiento
militar en la madrugada del once de septiembre.
Aquella cena
histórica fue el primer contacto del Pentágono con oficiales de las cuatro
ramas chilenas. En otras reuniones sucesivas, tanto en Washington como en
Santiago, se llegó al acuerdo final de que los militares chilenos más adictos
al alma y a los intereses de los Estados Unidos se tomarían el poder en caso de
que la Unidad Popular ganara las elecciones. Lo planearon en frío, como una
simple operación de guerra, y sin tomar en cuenta las condiciones reales de
Chile.
El plan estaba
elaborado desde antes, y no sólo como consecuencia de las presiones de la
International Telegraph & Telephone (I.T.T), sino por razones mucho más
profundas de política mundial. Su nombre era "Contingency Plan". El
organismo que la puso en marcha fue la Defense Intelligence Agency del
Pentágono, pero la encargada de su ejecución fue la Naval Intelligency Agency,
que centralizó y procesó los datos de las otras agencias, inclusive la CIA,
bajo la dirección política superior del Consejo Nacional de Seguridad. Era
normal que el proyecto se encomendara a la marina, y no al ejército, porque el
golpe de Chile debía coincidir con la Operación Unitas, que son las maniobras
conjuntas de unidades norteamericanas y chilenas en el Pacífico. Estas
maniobras se llevaban a cabo en septiembre, el mismo mes de las elecciones y
resultaba natural que hubiera en la tierra y en el cielo chilenos toda clase de
aparatos de guerra y de hombres adiestrados en las artes y las ciencias de la
muerte.
Por esa época,
Henry Kissinger dijo en privado a un grupo de chilenos: "No me interesa ni
sé nada del Sur del Mundo, desde los Pirineos hacia abajo". El Contingency
Plan estaba entonces terminado hasta su último detalle, y es imposible pensar que
Kissinger no estuviera al corriente de eso, y que no lo estuviera el propio
presidente Nixon.
Ningún chileno
cree que mañana es martes
Chile es un país
angosto, con 4.270 kilómetros de largo y 190 de ancho, y con 10 millones de
habitantes efusivos, dos de los cuales viven en Santiago, la capital. La
grandeza del país no se funda en la cantidad de sus virtudes, sino el tamaño de
sus excepciones. Lo único que produce con absoluta seriedad es mineral de
cobre, pero es el mejor del mundo, y su volumen de producción es apenas
inferior al de Estados Unidos y la Unión Soviética. También produce vinos tan
buenos como los europeos, pero exportan poco porque casi todos se los beben los
chilenos. Su ingreso per cápita, 600 dólares, es de los más elevados de América
Latina, pero casi la mitad del producto nacional bruto se lo reparten solamente
300.000 personas. En 1932, Chile fue la primera república socialista del
continente, y se intentó la nacionalización del cobre y el carbón con el apoyo
entusiasta de los trabajadores, pero la experiencia sólo duró 13 días. Tiene un
promedio de un temblor de tierra cada dos días y un terremoto devastador cada
tres años. Los geólogos menos apocalípticos consideran que Chile no es un país
de tierra firme sino una cornisa de los Andes en un océano de brumas, y que
todo el territorio nacional, con sus praderas de salitre y sus mujeres tiernas,
está condenado a desaparecer en un cataclismo.
Los chilenos, en
cierto modo, se parecen mucho al país. Son la gente más simpática del
continente, les gusta estar vivos y saben estarlo lo mejor posible, y hasta un
poco más, pero tienen una peligrosa tendencia al escepticismo y a la
especulación intelectual. "Ningún chileno cree que mañana es martes",
me dijo alguna vez otro chileno, y tampoco él lo creía. Sin embargo, aún con
esa incredulidad de fondo, o tal vez gracias a ella, los chilenos han
conseguido un grado de civilización natural, una madurez política y un nivel de
cultura que son sus mejores excepciones. De tres premios Nobel de literatura
que ha obtenido América Latina, dos fueron chilenos. Uno de ellos, Pablo
Neruda, era el poeta más grande de este siglo.
Todo esto debía saberlo
Kissinger cuando contestó que no sabía nada del sur del mundo, porque el
gobierno de los Estados Unidos conocía entonces hasta los pensamientos más
recónditos de los chilenos. Los había averiguado en 1965, sin permiso de Chile,
en una inconcebible operación de espionaje social y político: el Plan Camelot.
Fue una investigación subrepticia mediante cuestionarios muy precisos,
sometidos a todos los niveles sociales, a todas las profesiones y oficios,
hasta en los últimos rincones del país, para establecer de un modo científico
el grado de desarrollo político y las tendencias sociales de los chilenos. En
el cuestionario que se destinó a los cuarteles, figuraba la pregunta que cinco
años después volvieron a oír los militares chilenos en la cena de Washington:
"¿Cuál será la actitud en caso de que el comunismo llegue al poder? -La
pregunta era capciosa. Después de la operación Camelot, los Estados Unidos
sabían a cierta que Salvador Allende sería elegido presidente de la república.
Chile no fue
escogido por casualidad para este escrutinio. La antigüedad y la fuerza de su
movimiento popular, la tenacidad y la inteligencia de sus dirigentes, y las
propias condiciones económicas y sociales del país permitían vislumbrar su
destino. El análisis de la operación Camelot lo confirmó: Chile iba a ser la
segunda república socialista del continente después de Cuba. De modo que el
propósito de los Estados Unidos no era simplemente impedir el gobierno de
Salvador Allende para preservar las inversiones norteamericanas. El propósito
grande era repetir la experiencia más atroz y fructífera que ha hecho jamás el
imperialismo en América Latina: Brasil.
Doña cacerolina se
echa a la calle
El 4 de septiembre
de 1970, como estaba previsto, el médico socialista y masón Salvador Allende
fue elegido presidente de la república. Sin embargo, el Contingency Plan no se
puso en práctica. La explicación más corriente es también la más divertida:
alguien se equivocó en el Pentágono, y solicitó 200 visas para un supuesto
orfeón naval que en realidad estaba compuesto por especialistas en derrocar
gobiernos, y entre ellos varios almirantes que ni siquiera sabían cantar. El
gobierno chileno descubrió la maniobra y negó las visas. Este percance, se
supone, determinó el aplazamiento de la aventura. Pero la verdad es que el
proyecto había sido evaluado a fondo: otras agencias norteamericanas, en
especial la CIA y el propio embajador de los Estados Unidos en Chile, Edward
Korry, consideraron que el Contingency Plan era sólo una operación militar que
no tomaba en cuenta las condiciones actuales de Chile.
En efecto, el
triunfo de la Unidad Popular no ocasionó el pánico social que esperaba el
Pentágono. Al contrario, la independencia del nuevo gobierno en política
internacional, y su decisión en materia económica, crearon de inmediato un
ambiente de fiesta social. En el curso del primer año se habían nacionalizado
47 empresas industriales, y más de la mitad del sistema de créditos. La reforma
agraria expropió e incorporó a la propiedad social 2.400.000 hectáreas de
tierras activas. El proceso inflacionario se moderó: se consiguió el pleno
empleo y los salarios tuvieron un aumento efectivo de un 40 por ciento.
El gobierno
anterior, presidido por el demócrata cristiano Eduardo Frei, había iniciado un
proceso de chilenización del cobre. Lo único que hizo fue comprar el 51 por
ciento de las minas, y sólo por la mina de El Teniente pagó una suma superior
al precio total de la empresa. La Unidad Popular recuperó para la nación con un
solo acto legal todos los yacimientos de cobre explotados por las filiales de
compañías norteamericanas, la Anaconda y la Kennecott. Sin indemnización: el
gobierno calculaba que las dos compañías habían hecho en 15 años una ganancia
excesiva de 80.000 millones de dólares.
La pequeña
burguesía y los estratos sociales intermedios, dos grandes fuerzas que hubieran
podido respaldar un golpe militar en aquél momento, empezaban a disfrutar de
ventajas imprevistas, y no a expensas del proletariado, como había ocurrido
siempre, sino a expensas de la oligarquía financiera y el capital extranjero.
Las fuerzas armadas, como grupo social, tienen la misma edad, el mismo origen y
las mismas ambiciones de la clase media y no tenían motivo, ni siquiera una
coartada, para respaldar a un grupo exiguo de oficiales golpistas. Consciente
de esa realidad, la Democracia Cristiana no solo no patrocinó entonces la
conspiración de cuartel, sino que se opuso resueltamente porque la sabía
impopular dentro de su propia clientela.
Su objetivo era
otro: perjudicar por cualquier medio la buena salud del gobierno para ganarse
las dos terceras partes del Congreso en las elecciones de marzo de 1973. Con
esa proporción podía decidir la destitución constitucional del presidente de la
república.
La Democracia
Cristiana era una grande formación inter-clasista, con una base popular
auténtica en el proletariado de la industria moderna, en la pequeña y media
industria moderna, en la pequeña y media propiedad campesina, y en la burguesía
y la clase media de las ciudades. La Unidad Popular expresaba al proletariado
obrero menos favorecido, al proletariado agrícola, a la baja clase media de las
ciudades.
La Democracia
Cristiana, aliada con el Partido Nacional de extrema derecha, controlaba el
Congreso. La Unidad Popular controlaba el poder ejecutivo. La polarización de
esas dos fuerzas iba a ser, de hecho, la polarización del país. Curiosamente,
el católico Eduardo Frei, que no cree en el marxismo, fue quien aprovechó mejor
la lucha de clases, quien la estimuló y exacerbó; con el propósito de sacar de
quicio al gobierno y precipitar al país por la pendiente de la desmoralización
y el desastre económico.
El bloqueo
económico de los Estados Unidos por la expropiaciones sin indemnización y el
sabotaje interno de la burguesía hicieron el resto. En Chile se produce todo,
desde automóviles hasta pasta dentífrica, pero la industria tiene una identidad
falsa: en las 160 empresas más importantes, el 60 por ciento era capital
extranjero, y el 80 por ciento de sus elementos básicos importados. Además, el
país necesitaba 300 millones de dólares anuales para importar artículos de
consumo, y otros 450 millones para pagar los servicios de la deuda externa. Los
créditos de los países socialistas no remediaban la carencia fundamental de
repuestos, pues toda industria chilena, la agricultura y el transporte, estaban
sustentados por equipo norteamericano. La Unión Soviética tuvo que comprar
trigo de Australia para mandarlo a Chile, porque ella misma no tenía y a través
del Banco de la Europa del Norte, de París, le hizo varios empréstitos
sustanciosos en dólares efectivos. Cuba, en un gesto que fue más ejemplar que
decisivo, mandó un barco cargado de azúcar regalada. Pero las urgencias de
Chile eran descomunales. Las alegres señoras de la burguesía, con el pretexto
del racionamiento y de las pretensiones excesivas de los pobres, salieron a la
plaza pública haciendo sonar sus cacerolas vacías. No era casual, sino al
contrario, muy significativo, que aquel espectáculo callejero de zorros
plateados y sombreros de flores ocurriera la misma tarde que Fidel Castro
terminaba una visita de treinta días que había sido un terremoto de agitación
social.
La última cueca
feliz de Salvador Allende
El Presidente
Salvador Allende comprendió entonces, y lo dijo, que el pueblo tenía el
gobierno pero no tenía el poder. La frase más alarmante, porque Allende llevaba
dentro una almendra legalista que era el germen de su propia destrucción: un
hombre que peleó hasta la muerte en defensa de la legalidad, hubiera sido capaz
de salir por la puerta mayor de la Moneda, con la frente en alto, si lo hubiera
destituido el congreso dentro del marco de la constitución.
La periodista y
política Rossana Rossanda, que visitó a Allende por aquella época, lo encontró
envejecido, tenso y lleno de premoniciones lúgubres, en el diván de cretona
amarilla donde había de reposar el cadáver acribillado y con la cara destrozada
por un culatazo de fusil. Hasta los sectores más comprensivos de la Democracia
Cristiana estaban entonces contra él. "¿Inclusive Tomic?" -le
preguntó Rossana.-"Todos", contestó, Allende.
En vísperas de las
elecciones de marzo de 1973, en las cuales se jugaba su destino, se hubiera
conformado con que la Unidad Popular obtuviera el 36 por ciento. Sin embargo, a
pesar de la inflación desbocada, del racionamiento feroz, del concierto de olla
de las cacerolinas alborotadas, obtuvo el 44 por ciento. Era una victoria tan
espectacular y decisiva, que cuando Allende se quedó en el despacho, sin más
testigos que su amigo y confidente, Augusto Olivares, hizo cerrar la puerta y
bailó solo una cueca.
Para la Democracia
Cristiana, aquella era la prueba de que el proceso democrático promovido por la
Unidad Popular no podía ser contrariado con recursos legales, pero careció de
visión para medir las consecuencias de su aventura: es un caso imperdonable de
irresponsabilidad histórica. Para los Estados Unidos era una advertencia mucho
más importante que los intereses de las empresas expropiadas; era un precedente
inadmisible en el progreso pacífico de los pueblos del mundo, pero en especial
para los de Francia e Italia, cuyas condiciones actuales hacen posible la
tentativa de experiencias semejantes a las de Chile: Todas las fuerzas de la
reacción interna y externa se concentraron en un bloque compacto.
En cambio los
Partidos de la Unidad Popular cuyas grietas internas era mucho más profundas de
lo que se admite, no lograron ponerse de acuerdo con el análisis de la votación
de marzo. El gobierno se encontró sin recursos, reclamado desde un extremo por
los partidarios de aprovechar la evidente radicalización de las masas para dar
un salto decisivo en el cambio social, y los más moderados que temían al
espectro de la guerra civil y confiaban en llegar a un acuerdo regresivo con la
Democracia Cristiana. Ahora se ve con mucha claridad que esos contactos, por
parte de la oposición no eran más que un recurso de distracción para ganar
tiempo.
El ejército más sanguinario del mundo
Un golpe militar,
dentro de las condiciones chilenas, no podía ser incruento. Allende lo sabía.
No se juega con fuego, le había dicho a la periodista italiana Rossana
Rossanda. Si alguien cree que en Chile un golpe militar será como en otros
países de América, como un simple cambio de guardia en la Moneda, se equivoca
de plano. Aquí, si el ejército se sale de la legalidad. Habrá un baño de
sangre. Será Indonesia. Esa certidumbre tenía un fundamento histórico.
Las fuerzas
armadas de Chile, al contrario de lo que se nos ha hecho creer, han intervenido
en la política cada vez que se han visto amenazados sus intereses de clase y lo
han hecho con un tremenda ferocidad represiva. Las dos constituciones que ha
tenido el país en un siglo fueron impuestas por las armas y el reciente golpe
militar era la sexta tentativa de los últimos cincuenta años.
El ímpetu
sangriento del ejército chileno le viene de su nacimiento, en la terrible
escuela de la guerra cuerpo a cuerpo contra los araucanos, que duró 300 años.
Uno de los precursores se vanagloriaba, en 1620, de haber matado con su propia
mano, en una sola acción, a más de 2.000 personas. Joaquín Edwards Bello cuenta
en sus crónicas que durante una epidemia de tifo exantemático, el ejército
sacaba a los enfermos de sus casas y los mataba con un baño de veneno para
acabar con la peste. Durante una guerra civil de siete meses en 1891, hubo
10.000 muertos en una sola batalla. Los peruanos aseguran que durante la
ocupación de Lima, en la guerra del Pacífico, los militares chilenos saquearon
la biblioteca de don Ricardo Palma, pero que no usaban los libros para leerlos,
sino para limpiarse el trasero.
Con mayor
brutalidad han sido reprimidos los movimientos populares. Después del terremoto
de Valparaíso, en 1906, las fuerzas navales liquidaron la organización de los
trabajadores portuarios con una masacre de 8.000 obreros. En Iquique, a
principios del siglo, una manifestación de huelguistas se refugió en el teatro
municipal, huyendo de la tropa y fue ametrallada: hubo 2.000 muertos. El 2 de
abril de 1957 el ejército reprimió una asonada civil en el centro de Santiago
causando un número de víctimas que nunca se pudo establecer, porque el gobierno
escamoteó los cuerpos en entierros clandestinos. Durante una huelga en la mina
de El Salvador, bajo el gobierno de Eduardo Frei, una patrulla militar dispersó
a bala una manifestación y mató a seis personas, entre ellas varios niños y una
mujer encinta. El comandante de la plaza era un oscuro general de 52 años,
padre de cinco niños, profesor de geografía y autor de varios libros sobre
asuntos militares: Augusto Pinochet.
El mito del
legalismo y la mansedumbre de aquel ejército carnicero había sido inventado en
interés propio de la burguesía chilena. La Unidad Popular lo mantuvo con la
esperanza de cambiar a su favor la composición de clase de los cuadros
superiores. Pero Salvador Allende se sentía más seguro entre los carabineros,
un cuerpo armado de origen popular y campesino que estaba bajo el mando directo
del presidente de la república. En efecto, sólo los oficiales más antiguos de
los Carabineros secundaron el golpe. Los oficiales jóvenes se atrincheraron en
la escuela de Sub-oficiales de Santiago y resistieron durante cuatro días,
hasta que fueron aniquilados desde el aire con bombas de guerra.
Esa fue la batalla
más conocida de la contienda secreta que se libró en el interior de los
cuarteles la víspera del golpe. Los golpistas asesinaron a los oficiales que se
negaron a secundarlos y a los que no cumplieron las órdenes de represión. Hubo
sublevaciones de regimientos enteros, tanto en Santiago como en la provincia
que fueron reprimidas sin clemencia y sus promotores fueron fusilados para
escarmiento de la tropa. El comandante de los coraceros de Viña del Mar,
coronel Cantuarias, fue ametrallado por sus subalternos. El gobierno actual ha
hecho creer que muchos de esos soldados leales fueron víctimas de la
resistencia popular. Pasará tiempo antes de que se conozcan las proporciones
reales de esa carnicería interna, porque los cadáveres eran sacados de los
cuarteles en camiones de basura y sepultados en secreto. En definitiva, sólo
medio centenar de oficiales de confianza, al frente de tropas depuradas de
antemano, se hicieron cargo de la represión.
Numerosos agentes
extranjeros tomaron parte en el drama. El bombardeo del palacio de la Moneda,
cuya precisión técnica asombró a los expertos, fue hecho por un grupo de
acróbatas aéreos norteamericanos que habían entrado con la pantalla de la
operación Unitas, para ofrecer unos espectáculos de circo volador el próximo 18
de septiembre, día de la independencia nacional. Numerosos policías secretos de
los gobiernos vecinos, infiltrados por la frontera de Bolivia, permanecieron
escondidos hasta el día del golpe y desataron una persecución encarnizada contra
unos 7.000 refugiados políticos de otros países de América Latina.
Brasil, patria de
los gorilas mayores, se había encargado de ese servicio. Había promovido, dos
años antes, el golpe reaccionario en Bolivia que quitó a Chile un respaldo
sustancial y facilitó la infiltración de toda clase de recursos para la
subversión. Algunos de los empréstitos que han hecho los Estados Unidos al
Brasil han sido transferidos en secreto a Bolivia para financiar la subversión
en Chile. En 1972, el general William Westmoreland hizo un viaje secreto a La
Paz, cuya finalidad no se ha revelado. No parece casual, sin embargo, que poco
después de aquella visita sigilosa, se iniciaran movimientos de tropa y
material de guerra en la frontera con Chile y esto dio a los militares chilenos
una oportunidad más de afianzar su posición interna y de hacer desplazamientos
de personal y promociones jerárquicas favorables al golpe inminente.
Por fin, el 11 de
septiembre, mientras se adelantaba la operación Unitas, se llevó a cabo el plan
original de la cena de Washington, con tres años de retraso, pero tal como se
había concebido: no como un golpe de cuartel convencional, sino como una
devastadora operación de guerra.
Tenía que ser así,
porque no se trataba de tumbar a un gobierno, sino de implantar la tenebrosa
simiente del Brasil, con sus terribles máquinas de terror, de tortura y de
muerte, hasta que no quedara en Chile ningún rastro de las condiciones
políticas y sociales que hicieron posible la Unidad Popular. Cuatro meses
después del golpe, el balance era atroz: casi 20.000 personas asesinadas;
30.000 prisioneros políticos sometidos a torturas salvajes, 25.000 estudiantes
expulsados y más de 200.000 obreros licenciados. La etapa más dura, sin
embargo; aún no había terminado.
La verdadera
muerte de un presidente
A la hora de la
batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la
subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad. La contradicción
más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo enemigo congénito de la
violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la
hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica
hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa. La experiencia le enseñó
demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno sino desde
el poder.
Esa comprobación
tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los
escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión
sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó
convertida en el refugio de un presidente sin poder. Resistió durante seis
horas, con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la
primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás. El periodista Augusto
Olivares, que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y
murió desangrándose en la Asistencia Pública.
Hacia las cuatro
de la tarde, el general de división Javier Palacios logró llegar al segundo
piso, con su ayudante, el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí, entre
las falsas poltronas Luis XV y los floreros de dragones chinos y los cuadros de
Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando, estaba en
mangas de camisa, sin corbata, y con la ropa sucia de sangre. Tenía la
metralleta en la mano.
Allende conocía
bien al general Palacios. Pocos días antes, le había dicho a Augusto Olivares
que aquel era un hombre peligroso que mantenía contactos estrechos con la
Embajada de los Estados Unidos. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera,
Allende le gritó: "Traidor" y lo hirió en una mano.
Allende murió en
un intercambio de disparos con esta patrulla. Luego, todos los oficiales, en un
rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último, un suboficial le
destrozó la cara con la culata del fusil. La foto existe: la hizo el fotógrafo
Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió
retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que a la señora Hortensia Allende,
su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le
descubriera la cara.
Había cumplido 64
años en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e
imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de
sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros y era de una
galantería un poco a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos.
Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y
trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del
derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había
repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso
miserable que los había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir
complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la libertad de los
partidos de oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda
la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto
aniquilar sin disparar un tiro. El drama ocurrió en Chile, para mal de los
chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio
a todos los hombres de este tiempo y que se quedó en nuestras vidas para
siempre.
Gabriel García
Márquez
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