ENTRE
POLVO LUNAR
Contábame alguna vez,
un amigo desilusionado, que conocí en los extensos e infinitos llanos, quien
parecía más que un vaquero, un náufrago en el
desierto, y que era molestado por el rayo del sol, mientras me decía:
En medio de las
sabanas, al amparo de la soledad, se erigen magníficas dos inmensas columnas calizas,
de blancura quimérica y decoraciones excelsas. Y en la cumbre, causa de mi zozobra,
cantaban, insonoros, dos leones paralizados en su eterno pedestal de cuarzo escabroso y, hermosas y
admirables, danzaban estáticas esculturas de bellas musas gregorianas.
Y a lo lejos se veía,
inamovible, una estatua babilónica, de endurecido y solemne ceño, cual César
impotente, de apariencia senil, pero musculatura embravecida; productor de la
duda en el mar de mis ojos, por la decadencia del gran majestuoso.
Con el brazo derecho perforado por el óxido, la mano
zurda carcomida por el afán del musgo, la opulenta espada coronada de esmeraldas
ultrajada por los forasteros, bajo sus pies hermosos y cóncavos dedos de
salitre descansa el mismo polvo que alguna vez pisaron.
-¡Oh bella fuente de
ilusiones, desierto de mi vida!, encontraste la manera de guiar mi vista-.
Entonces el viento soplo estrepitosamente, y el tablón que se hallaba escondido
se reveló a mis sentidos, para sacudir mi corazón como flecha fugitiva; allí se
leía:
“Contemplad, hombres
orgullosos, viajeros de paso, jóvenes inexpertos y gobernantes asustados las
maravillas que tanto os enervan y ponen a flor de piel vuestra ancestral
cobardía de ratas. Avistad los esplendores de este Imperio. ¡Suspirad de pavor!...”
Ya no queda nada de ese
holocausto de hombres, ni las ruinas de sus hogares, ni la ceniza de sus
lámparas. Y entre las pampas agrietadas por el derroche de luz y las culebras
acechantes que salen de sus madrigueras nocturnas, reposa en sosiego y para
alivio de mi alma lo único visible allí,
hasta el desnudo horizonte: una confusa y taciturna neblina de polvo lunar.
Por: Sebastián Moreno